Estábamos en primavera, y el tiempo era delicioso después del quemante invierno, cuyos excesos habían parecido cosa de sueño. Era agradable sumergirse en la nueva frescura y lozanía de la naturaleza, pues había pujanza en esta estación en la que el agudo frío de la hora del ocaso corregía los lánguidos mediodías.
Toda la vida vivía con nosotros, incluso los insectos. Durante nuestra primera noche había colocado mi turbante de cachemira sobre el suelo, a modo de almohadilla. De madrugada, cuando lo recogí, veintiocho piojos estaban enredados en su níveo tejido. Luego dormimos sobre las coberturas de las sillas, sobre el curtido vellón que, extendido en la parte trasera de la montura, proporcionaba un asiento cómodo y a prueba de sudores. Aún así, no nos dejaban solos. Las garrapatas de los camellos, que se habían adentrado con sangre procedente de nuestras atadas bestias en los apretados cojines de azul pizarra, anchas como la uña del pulgar y muy ahítas, solían deslizarse debajo de nosotros, pegándose al lado interior del cuero de las pieles de carnero. Y, si nos envolvíamos en ellas por la noche, nuestro peso las aplastaba y las convertía en pardos manchones de sangre y polvo.
Mientras seguíamos envueltos en esta atmósfera confortable, con abundante leche a nuestra disposición, llegaron noticias de Azrak. Procedían de Ali ibn el Hussein y de los hindúes, que todavía se mantenían en su fiel vigilancia. Uno de los hindúes había muerto de frío. También murió Daud, mi muchacho Ageyl, el amigo de Farray. El propio Farray nos lo contó.
Habían sido amigos desde la infancia y habían vivido en perpetuo alborozo, trabajando juntos, durmiendo juntos, participando de todo lucro y beneficio con la franqueza y la honestidad del amor perfecto. De modo que no me sorprendió ver que Farray mostrara un rostro sombrío y duro, una mirada plomiza y avejentada, cuando vino a decirme que su compañero había muerto. Y, desde aquel día hasta que terminó su servicio, no rió ya más para nosotros. Prestaba un puntilloso cuidado, aun mayor que antes, a mi camello, al café, a mis ropas y sillas de montar, y hacía cada día sus tres oraciones regulares. Los demás se ofrecieron para consolarle, pero en vez de eso vagaba sin descanso, enmudecido y silencioso, siempre solo.
Mirada desde el tórrido Oriente, nuestra idea británica de la mujer parecía participar del clima septentrional que había empobrecido nuestra fe. En el Mediterráneo, la influencia de la mujer y su supuesta voluntad se hacían convincentes por una especie de convenio en el que se le acordaba sin disputa el mundo físico, se le confería una simplicidad análoga a la del pobre en espíritu. Con todo, al negar la igualdad de sexos, este mismo acuerdo hacía imposible el amor, el compañerismo y la amistad entre hombre y mujer. La mujer se convertía en un vehículo para el ejercicio muscular, en tanto que el lado psíquico del hombre sólo podía ser colmado entre sus pares. De ahí ese consorcio del hombre con el hombre, destinado a proporcionar a la naturaleza humana algo más que el contacto de la carne con la carne.
Nosotros, occidentales de esta compleja época, monjes en las celdas de nuestros cuerpos, gentes que buscábamos algo que nos satisfaciera más allá de de nuestro lenguaje y nuestros sentidos, estábamos, por el mero esfuerzo de esa búsqueda excluidos de ello para siempre. Sin embargo, eso lo conseguían muchachos como esos atolondrados Ageyl contentos de recibir sin devolver nada, aun en sus relaciones mutuas. Nosotros nos atormentábamos con un remordimiento heredado a causa de la complacencia carnal de nuestro nacimiento obsceno, y nos esforzábamos en pagarlo mediante un vivir lleno de miserias, saliendo al paso de la felicidad, el superávit de la vida, con un infierno compensatorio, y nivelando el saldo del bien o del mal mediante un Día del Juicio.
sábado, 1 de marzo de 2008
Los siete pilares de la sabiduría, de Lawrence de Arabia
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