viernes, 21 de marzo de 2008

Los siete pilares de la sabiduría, de Lawrence de Arabia

Una hora después nos detuvimos ante las tiendas de una de las mujeres de Dajil-Allah para comer algo. Mohammed se dio el lujo de un baño, trenzó de nuevo sus abundantes cabellos y se puso ropa limpia. Tardaron mucho en preparar la comida y sólo cerca del mediodía nos la trajeron: una gran escudilla de arroz azafranado sobre el que estaban desordenadamente esparcidos los pedazos de un cordero. Mohammed, que consideró su deber hacerme los honores del servicio, detuvo la fuente y llenó para mí y para él un tazón de cobre. Luego, cedió el resto a la concurrencia. La madre de Mohammed se sabía lo suficientemente anciana para curiosear en torno a mi persona. Me hizo preguntas acerca de las mujeres de la tribu de los cristianos y acerca de su modo de vivir, maravillándose de mi piel blanca y de mis horribles ojos azules, que parecían, me dijo, el cielo cuando brilla a través de las cuencas de un cráneo vacío.

(...)

Los beduinos constituian un pueblo extraño. Para un inglés, convivir con ellos no resultaba satisfactorio, a menos que tuviera una paciencia tan amplia y profunda como el mar. Eran esclavos de sus apetitos, sin resistencia espiritual; ávidos de café, leche o agua, glotones para toda clase de guisos y desvergonzados pedigüeños de tabaco. Se pasaban soñando semanas enteras antes y después de sus raros ejercicios sexuales, y llenaban los intervalos titilando y haciendo titilar a sus oyentes con cuentos obscenos. Si las circunstancias de sus vidas les hubieran dado la oportunidad, se habrían convertido en consumados gozadores. Su fuerza era la fuerza poseída por hombres geográficamente situados más allá de toda tentación; la pobreza de Arabia hacía de ellos gentes sencillas, continentes, sufridas. Llevados a la vida civilizada, habrían sucumbido, como todas las razas salvajes, a sus enfermedades, miserias y lujurias, a sus crueldades, deshonestidades y artificios. Y, como los salvajes, habrían sufrido exageradamente al no estar inmunizados.

(...)

Todo seguía el mejor curso, y ya estaba a punto de despedirme de Feisal cuando Suleiman, el maestro de ceremonias, entró súbitamente y susurró algo al oído del jerife, quien se volvió hacia mí con los los ojos brillantes, intentando mostrarse calmado, y me dijo: "Auda está aquí". Yo grité: "Auda Abu Tayi", y en el mismo momento se alzó la cortina de la tienda ante una voz profunda que daba ruidosos saludos a Nuestro Señor, al Jefe de los Fieles. Entró una figura alta, fuerte, con rostro indómito, apasionado y trágico. Era Auda; detrás seguía Mohammed, su hijo, de aspecto infantil; en realidad, sólo tenía once años de edad.

Feisal se levantó en seguida para saludarle. Auda le tomó la mano y la besó. Entonces se apartaron un paso o dos y se miraron - una pareja espléndidamente distinta, típica de lo mejor de Arabia: Feisal, el profeta, y Auda, el guerrero, cada uno de ellos desempeñando su papel a la perfección, cada uno de ellos comprendiendo inmediatamente y queriendo al otro. Se sentaron. Feisal nos fue presentando uno a uno, y Auda, con palabra mesurada, parecía tomar nota atenta de cada persona.

Habíamos oído hablar mucho de él, y nos proponíamos realizar nuestra expedición a Akaba con su ayuda. Al rato supe, por la fuerza y la franqueza del hombre, que conseguiríamos nuestro propósito. Había llegado hasta nuestro campamento como un caballero errante, irritado por nuestra demora en Uejh, ansioso sólo de ganar méritos para la libertad árabe en sus propias tierras. Si su acción respondía a la mitad de sus deseos, seríamos afortunados y pr´speros. Cuando nos fuimos a comer, nos habíamos quitado un peso de encima.

Formábamos un grupo jovial: Nasib, Faiz, Mohammed el Dheilan - primo político de Auda -, su sobrino Zaal y el jerife Nasir, todos de descanso en Uejh por unos días para realizar después otras expediciones. Relaté a Feisal historias singulares sobre el campamento de Abdulla y hablé de la alegría de interceptar las vías férreas. Súbitamente, Auda se incorporó y, voceando un "Guárdeme Dios", salió escapado de la tienda. Nos miramos unos a otros hasta que llegó de fuera el ruido de un martilleo. Salí para averiguar qué significaba todo aquello y vi a Auda inclinado sobre una roca, reduciendo a polvo con una piedra su dentadura postiza. "Había olvidado", explicó, "que Yemal Pasha me había dado esto. ¡Estaba comiendo el pan de mi Señor con dientes turcos!". Desgraciadamente, tenía pocos dientes suyos, por lo que, desde entonces, comer carne, que tanto le gustaba, le resultaba sumamente difícil y penoso. Así, pasó un tiempo mal alimentado hasta que tomamos Akaba y sir Reginald Wingate le envió un dentista de Egipto para que le hiciera una prótesis.

Auda vestía con gran sencillez, al modo septentrional, con una túnica de algodón blanco y un turbante rojo de Mosul. Podía tener más de cincuenta años, y su pelo negro dejaba ver algunas canas. Pero se mantenía aún fuerte y erguido; de complexión recia, enjuta, desplegaba tanta vivacidad como cualquier joven. Su rostro era magnífico en todas sus líneas y claroscuro. Sobre él estaba escrito el dolor que había penetrado en su vida a causa de la muerte, en combate, de Annad, su hijo favorito. Ahí acabó su sueño de de traspasar a las futuras generaciones la grandeza del nombre de Abu Tayi. Tenía ojos grandes y elocuentes, tan suntuosos como el terciopelo negro; la boca más bien grande y móvil; la barba y los bigotes habían sido recortados al estilo de los Houeitat, con la mandíbula inferior afeitada por debajo.

Los Houeitat habían llegado del Heyaz hacía algunos siglos, y sus clanes nómadas se enorgullecían proclamando que eran auténticos beduinos. Auda era su paradigma supremo. Su hospitalidad era arrolladora y, excepto para las almas muy hambrientas, inconveniente. Su generosidad hacía que siguiera siendo pobre no obstante el botín arrebatado en cien incursiones. Se había casado veintiocho veces, había sido herido tres, al tiempo que en las batallas que provocó había visto heridos a todos los miembros de su tribu y muertos a la mayoría de sus parientes. Con sus propias manos había matado, en el curso de los combates, a setenta y cinco árabes; jamás mató a nadie como no fuera así. Del número de turcos muertos, no podía dar cuenta; no entraban dentro del cálculo. Bajo su mando los Toueiha habían llegado a ser los primeros luchadores del desierto, con una tradición de coraje desesperado y un sentido de superioridad que nunca les abandonaba mientras hubiera vida y trabajo que realizar; pero que había reducido su número, de mil doscientos, a menos de quinientos en treinta años, a medida que se iba elevando el nivel de la lucha nómada.

Auda realizaba incursiones con toda la frecuencia y amplitud posibles. En ellas había visitado Aleppo, Basra, Uejh y el uadi Dauasir. Tenía buen cuidado en conservar la enemistad con todas las tribus del desierto a fin de disponer de un múmero suficiente de objetivos. A usanza de los bandoleros, era tan testarudo como exaltado y, en medio de sus más locas proezas, le guiaba siempre alguna fría resolución. Su paciencia en la acción era extrema; acogía e ignoraba los consejos, las críticas o los insultos con una sonrisa tan constante como encantadora. Cuando se enojaba, su rostro se movía de un modo desenfrenado y estallaba en accesos de violenta pasión que sólo se aplacaban cuando había matado. En tales momentos era como una bestia feroz y los hombres huían de su presencia. Nada en la tierra le hubiera hecho cambiar una determinación, o hacer la menor cosa que desaprobara. Y, cuando había asumido una actitud, no prestaba atención alguna a los sentimientos de los demás hombres.

Veía la vida como una saga. Todos los acontecimientos eran significativos; todos los personajes que estaban en contacto con él eran heroicos. Su espíritu atesoraba poemas que narraban antiguas incursiones y épicas descripciones de luchas, e inundaba con ellas a su oyente más próximo. i no había oyentes, se cantaba esos relatos a sí mismo con su voz tremenda, fuerte, alta, resonante. No tenía ningún dominio sobre su lengua y, por consiguiente, sus palabras resultaban perjudiciales para sus propios intereses y herían continuamente a sus amigos. Hablaba de sí mismo en tercera persona y estaba tan seguro de su fama, que le gustaba contar historias sobre él mismo. A veces, parecía poseído por un maligno demonio, y en asamblea pública narraba, jurando que eran verdaderas, imaginarias y aterradoras historias acaerca de la vida privada de sus anfitriones o huéspedes. A pesar de todo esto, era modesto, tan sencillo como un niño, franco, honrado, bondadoso y ardientemente querido aun por aquellos a quienes resultaba más incómodo: sus amigos.

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