jueves, 28 de febrero de 2008

Los siete pilares de la sabiduría, de Lawrence de Arabia

Me oculté perezosamente bajo algunos arbustos cercanos al pozo durante unas horas, para protegerme contra el calor, pretendiendo dormitar y colocando la amplia manga de seda blanca que colgaba del brazo contra el rostro, a modo de velo, para defenderme de las moscas. Auda estaba sentado a mi lado y hablaba torrencialmente, cantando sus mejores historias en su gran estilo. Finalmente, le censuré con una sonrisa por hablar demasiado y hacer demasiado poco. Auda se relamía de gusto pensando en la próxima labor.

Después del crepúsculo, cuando no se podía advertir nuestra salida, nos dirigimos a un paraje situado a nueve kilómetros al oeste de la vía para ponernos a cubierto del enemigo. Allí encendimos hogueras y comimos pan. Sin embargo, apenas habíamos terminado, cuando tres jinetes llegaron a medio galope hasta nuestro grupo y nos informaron que una larga columna de tropas de refresco -infantería y cañones- acababa de aparecer, procedente de Maan, en Aba el Lissan. (...)

Aquellas noticias nos despertaron a una intensa actividad. Inmediatamente estibamos nuestra impedimenta en los camellos y nos pusimos en marcha sobre las ondulantes colinas de aquel extremo de la altiplanicie siria. El pan caliente estaba todavía en nuestras manos ; lo comíamos mezclado con el gusto del polvo que levantaba nuestra fuerza principal al cruzar el fondo del valle, y con algo del extraño y penetrante aroma del ajenjo que crecía abundante en las laderas. En medio de la enrarecida atmósfera con que se envolvían aquellas tardes las montañas, tras los largos días de verano, todo repercutía agudamente en los sentidos. Y marchábamos en una dilatada columna y los camellos delanteros propinaban coces a las plantas aromáticas, cargadas de polvo, de los arbustos, las partículas perfumadas se esparcían por el aire y quedaban suspendidas en una especie de niebla que volvía fragante el camino de los que venían detrás.

Las laderas estaban despejadas por el penetrante olor del ajenjo, mientras las cañadas resultaban sofocantes a causa de su vegetación más fuerte y lujuriante. Parecía que estábamos atravesando un jardín, y que todas aquellas variedades formaban parte de la invisible belleza de los sucesivos macizos de flores. Los ruidos eran también muy puros. Auda rompió a cantar mientras avanzaba a la cabeza de las tropas ; los hombres se le unían de vez en cuando, con la grandeza y el corazón en suspenso de un ejército que se encaminaba a la batalla.

3 comentarios:

Superfucker dijo...

Ahí va un pasaje de la narración de Lawrence acerca de la última marcha antes de la legendaria carga del ejército árabe sobre Akaba, puesto defensivo clave de los turcos. Aunque un pequeño fragmento no pueda hacer justicia a un libro tan extensamente trufado de momentos bellísimos...menos da una piedra.

Cuando vuelva a publicar algo de este libro será alguno de los escasos pasajes en los que Lawrence habla de las mujeres, destilando una despectiva indiferencia, cuando no una abierta misoginia, lógica en un ser de tan complicada sexualidad, que además tantas veces manifestó su desprecio por los placeres sensibles sometiéndose a las más extremas pruebas de resistencia física en el desierto hasta cruzar el umbral de lo humanamente soportable, en un no confesado intento de trascender sus barreras corporales.

Lord Enzi dijo...

Me tienen impresionado los fragmentos que publicas de Lawrence. No tenía ni idea, la verdad, de que fuera tan lírico, tan auténtico, tan... bueno. Me veo que acabaré comprándomelo...

Anónimo dijo...

No te lo compres hombre, yo te lo dejo y, si te gusta, ya te lo comprarás...no te vaya a pasar lo mismo que con el fabuloso "castillo de otranto"